viernes, 20 de marzo de 2020

Confinamiento: día 8

Distancias que empatizan con nuestros cuerpos. Las mentes divagan entre significados existenciales y proceden ante las vicisitudes del tic tac del reloj. Acontecimientos que son más cercanos que otros. Guerras que ocurren sólo en los periódicos. Invenciones del Youtube paradojal. Empatía de aquellos que por vivir lo ajeno, viven en función del que vive similarmente. Solidaridad lo llaman. Curiosamente la solidaridad suele ser característica de los pueblos que más necesitan de solidarias personas. Una práctica que actúa viralmente, que se contagia con la cercanía. La cercanía de la distancia es la que vivimos. Nos ocurre a todos lo mismo pero la distancia es la mejor forma de acercarnos, de solidarizarnos. No queremos tocar la áspera brisa que transporta el bicho por los aires, que salta de persona a persona como un alegre saltimbanquis . Es entonces cuando emprendo la salida hacia el supermercado con la incertidumbre de qué tan espeso me rozará el aire. Salgo.
Pienso en los pasamanos de las escaleras. No los toco. El picaporte de la puerta de calle se burló de mí. Estoy en la calle. Silencio, pocos autos. Me recuerda a aquellos domingos donde agradecí la escasez de automóviles, aquello días donde el humo no tapa el olor de los naranjos que crecen en la esquina. Pero, raramente, ahora parece ser que ese aire puro me desconcierta. ¿Será que vivimos tan alejado a la naturaleza que cuando se nos acerca de formas extrañas a nuestro entendimiento nos coge el pánico? Los animales bajan de la montaña y deambulan la ciudad a causa del silencio y el desaparecer humano y temo por mi bienestar. Prosigo con mis pasos hacia el super, uno a uno aplasto el virus con la suela. Todo está contaminado, navego en un mar de Gremlins redondos y simpáticos. La gente pasa a mi lado cuando una barrera invisible los separa para evadir el aura que me persigue, invariable. Intento caminar más despacio, pienso que si logro rebajar mi ritmo cardíaco, mi respiración, será más difícil que pueda aspirar la peste. Me adscribo a una potencial apnea que me hace arrastrar los pasos y mis movimientos se vuelven estúpidos. Me siento extraño en una tierra extraña. Cada intento de contacto me hace recorrer una lombriz por la piel de mis vértebras. A su vez siento la hermandad del entendimiento. Se de qué va. Los productos que cojo con recelo, el arroz, los tomates, se ríen de mí. A ellos nada les importan, no poseen la capacidad empática que nos caracteriza como humanos. Esa misma empatía del bicho que se hace amigo de nuestras células y les dice: "¡Todo bien!, tu haz esto así que no pasa nada". Y la célula incrédula como el humano piensa "esto nunca me va a pasar a mi" y entonces hace caso, actúa y da rienda libre al afán del bicho de fornicarse a sí mismo como conejo y usar nuestros cuerpos como una enorme zanahoria. Es así que llego a la caja, pago con tarjeta porque es lo recomendable pero a la hora de apretar los botones para ingresar la clave de seguridad mi poder telepático falla, será por razones del nerviosismo de la situación. Uso los dedos. Desde este instante mis manos pesan nueve quilos cada una. Al menos así me aseguro de que no pueda levantarlas con facilidad y sigan allí a un metro de distancia respecto a mi rostro. Vuelvo rápido por la calle a mi casa. Aquella sensación que tuve hace un rato de poder respirar un poco de aire fuera de casa se pasa rápido y ya no se diferenciar las ganas de salir con las de estar dentro. Entro a casa. Tiro la compra al suelo. Me saco todo, meto la mochila en la bañera, me lavo las manos con una dinámica frenética que me despega del suelo. Respiro mejor. Toco la cara de mi familia. Descubro que son como yo, respiran el mismo aire, el que respiramos todos. El bicho parece saberlo, por eso es que tiene la capacidad de surfear cualquier fluido mientras sea de un elemento que respire. Respirar es lo que nos hace iguales. Seres respirables, que olemos el mismo sudor de nervios. Por fin somos iguales, eso me tranquiliza un poco aún sabiendo que a pesar de lo notorio de tal igualdad seguirán habiendo creencias existenciales de que tal cosa no es así, de la meritocracia inútil. Por fin podemos darnos la oportunidad de ver lo común como la diferencia sustancial del ser humano.

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