viernes, 1 de mayo de 2020

Cuarentena día maquiavélico XXX

Tratando de despertarme en el sofá mientras me desperezaba cual anciana serpiente, mi hijo Max, de tres años, estaba a mi lado leyendo un libro. El sol empezaba a asomarse por el techo del edificio que da a hacia la derecha de nuestro balcón. La luz empezó a iluminarnos de frente. El polvo se volvió una densa lluvia anti-grávida. Max, completamente alucinado, se paró encima del sofá al grito musical de "¡polvo, polvo!" y con las manos interactuó transformando la nube en oleadas de bichitos. Yo, inmutable, mirando el móvil, reojeando la simpática escena. Vi en mi la inexpresiva intención que me ataba a la indiferencia de algo ya vivido miles de veces. El acostumbramiento a lo que nos rodea hace que el tiempo nos pase más deprisa. Los niños viven cada instante como un descubrimiento que deben asimilar, eso hace que cada instante sea maravilloso y duradero. La falta de asombro es la verdadera vejez. Recordé mi época de estudiante de arquitectura en Buenos Aires. Mi devoción hacia varios arquitectos entre los que se encontraba Antoni Gaudí. Cuando visité Barcelona por primera vez tenía la necesidad de visitar durante más de un día sus edificios, incluso darme una pasada rápida por la Sagrada Familia los días previos a marcharme como para hacer fuerza con mis retinas para evitar que el olvido del paso de los días venideros perpetuaran la borrosidad de aquella foto única que es la del directo. Ahora vivo en Barcelona y paso por delante de los edificios con una admiración quizás disminuida, aunque no devastada. Pero aún así de momento olvido que están allí y simplemente ni los observo. La cotidianidad, la normalización de la admiración hace que las peculiaridades se pasen por alto con facilidad. Hace que los días se parezca cada vez más al siguiente y de que el tiempo pase más rápido.
Me causa estupor la frase que se acuña en estos días para explicitar la superación gruesa de la emergencia sanitaria del COVID 19: "La Nueva Normalidad". Una paradoja en sí misma. Si bien podemos remitir a la idea de norma, está claro que a lo que nos referimos con normalidad es aquello que figura como norma pero que hace raíz en la sociedad a través de conductas repetitivas que automatizan su significado. La Nueva Normalidad implica un acostumbramiento al que nos deberemos someter de forma incierta. Está claro que a la normalidad como la conocemos no volveremos, y llamamos nueva normalidad para no sentirnos tan desnudos ante algo que no será lo mismo. Igualar lo diferente utilizando símbolos parecidos. Lo que deberíamos plantearnos es si queremos la nueva normalidad como aquella normalidad que conocíamos un poco maquillada o una anormalidad en donde reconstruir otra normalidad a largo plazo. Creo que a lo que el estado tiende es a decirnos: Bueno, evidentemente algo tendremos que cambiar, pero no se preocupen que haremos o posible para parecernos a aquella normalidad que ha muerto, pero no del todo. Una normalidad en la UCI, conectada al respirador en un estado cuasi vegetativo. ¿Qué hacemos? ¿Desconectamos o continuamos sumidos en esta enfermedad como si nada, tratando de disimular que el cuerpo inerte que yace en la cama sigue vivo?
 Aprendiendo sobre la "nueva normalidad" con mi hijo

Cuarentena día quintichento IV

Cuarentena día quintichento IV

Bueno, al menos se acabaron las guerras y los inmigrantes ya no son tantos. Los terroristas no tienen dónde perpetrar sus actos en calles vacías. Ni hablar de esos pormenores de la salud como la malaria, el évola, dengue, chagas, fiebre amarillas, tuberculosis, HIV, cólera, sarampión, gripes, que en realidad nunca existieron. El colapso ecológico ya no es el principal de los problemas de nuestra subsistencia. La amenaza ultraderecha y ultraizquierda. La pobreza. Los confinados sociales de por vida. La soledad preexistente. El consumo innecesario. Los olvidados ahora son sólo un triste recuerdo.
O será sólo que ya no nos damos cuenta. O nunca nos dimos cuenta. Porque la felicidad es un olvido concertado. No nos damos cuenta de todo aquello que nos entorpece nuestro andar, ciego y tosco. Borracho y dulce, circunscripto en los la naturalidad de la norma.
De lo que si nos dimos cuenta es de los pisos-ratoneras en los que vivimos, de lo alejado que estamos del mudo en nuestras cajoneras de cemento, de los amigos, la familia, los abrazos. Aprendimos a percibir lo frío y deshumano que es vernos con las personas a través de pantallas y a la vez percibimos un inusual acercamiento a través de las mismas con las personas que por algún motivo no rondaban nuestro ámbito cotidiano y teníamos guardadas en el arcón de los viejos recuerdos. Paradojas del destino. Cómo darse cuenta que hay personas con las mismas preocupaciones que nosotros vendiéndonos una patata o un vaporizador nasal. Revalorizamos frases vacuas como el "cómo estás", expresiones automatizadas que servían solo para encajar en un léxico de pertenencia social. Aprendimos a de-construir la rutina para transformarla en otra rutina donde reposa la incertidumbre. Nos damos cuenta de lo puro que puede oler el aire, del canto de los pájaros. Del chillido de nuestros oídos que no toleran el silencio. Faltaría que sólo recuperemos la luz de las estrellas. Quizás no falte tanto para eso. De lo poco humano que es nuestro hábitad, que hace rato vivimos encerrados. Ahora asimilamos el encierro como una posible nueva forma de trabajo. De que aquellos que nos quisieron vender shapoos, envíos a domicilios, cremas de piel, líneas de tele-cominicación, chocolatadas, bebidas energizantes, quieren seguir vendiéndonos sus productos mostrándonos lo buenas personas que son, compasivas, comprometidas, positivas, meditativas, agradecidas, misericordiosas y con un gran criterio de justicia social, entonces así incentivar nuestra visión de futuro sonriente y seguir comprándoles para evitar el colapso económico que se avecina, y entonces, ser buenas personas también.
Dedicado a los que ya viven en un apocalipsis crónico y ven esto como una simple anécdota.