Explicar los colores, los espacios, los sonidos. Descubrir el misticismo de lo que nos rodea. Hacer de las cosas más cosas, y dejarse llevar por la mentirosa verdad. Aquella verdad que nos hace feliz, aquella mentira que nos hace vivir mejor.
Descubro que hay cerros y cielo. Un Dios caprichoso que acaba de pasar su adolescencia deshaciéndose de aquellas pertenencias que lo hicieron niño y que hoy lo conducen a su aburrida adultez. Revoleando por la vía láctea los trozos de plastilina ya disecados con los que jugaba y estampándolos contra la tierra, y de duros que están, quebrándose sobre la misma. De siete y mil colores. Y la cima riéndose y recortando torpemente el cielo, discontinuado y desprolijo.
Complicidad de las alturas. Un juego de escondidas entre nubes, cerros, estrellas. Tímidamente las nubes se abren paso para posar sobre la piedra pidiendo permiso. Las estrellas se suman de a una hasta materializarse en miles de guiños. El cerro escalona el camino y rebota. Se pierde en la lumínica oscuridad. Me encandilo de belleza. El señor caprichoso revoleando inservibles canicas en este gran pozo en el que el vértigo me arroja. Algunas se desparraman en simples lugares, otras caen para ser profanados sus colores por las montañas. Seguir despierto en la noche Tilcarense a sabiendas de que el mundo es un hermoso juego del que me siento protagonista.
A veces creo que este es un universo de ensayo, armado de retazos y elementos desechables para la vida de los dioses. Esa imperfección que hace a la belleza. Esa idea de una idea, la que más nos guste.
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