domingo, 7 de octubre de 2007

Dos lugares


El can ladra desaforado testigo de los hechos. El parque es silenciado por lo motores que pasan por la avenida. Todos parecen estar contentos. La vieja corre atrás del niño, lo idolatra con su sonrisa llena de él. La pelota con la que juega gira acompañada por el tiempo y el sonido de los pájaros que relatan la pintoresca imagen renacentista. El pincel persigue el brillo de los bronceados cuerpos. Los colores empapan la acción, satura y perece el claroscuro. El metal gira insertándose en su cabecita, taladrándola. El ruido de las balas detiene el tiempo. La corrida de la madre se hace interminable. Finalmente lo alcanza, recoge el cuerpo desvanecido y sus restos encefálicos. La mujer lo abraza fuertemente intentando reconstruirlo, de pagar los pedazos. La tela es raspada de rojizos pincelazos, acaramelados colores pestilentes. Corre desesperado tras el carrito del señor, gritándole a su abuela que le compre. Finalmente su rostro termina pegoteado en nubes de azúcar. Julieta lo mira sonriente mientras enciende un cigarrillo con Marcos. Se miran a los ojos, los cuatro ojos se miran unos a otros y sus reflejos en ellos miran también. Se miran los labios y vuelven los ojos. Los labios callan, las miradas dialogan. Los labios de Julieta saborean la última pitada. Con aroma a tabaco, se acerca a la comisura de Marcos y con un suave lamido quita el resto del helado de frambuesa mientras la pelota de goma les roza sus cabellos luego de que Juancito metiera el penal en el imaginario ángulo superior derecho del arquero, quién se había tirado al árbol izquierdo. Pasó el misil por encima de su cabeza como pidiéndole permiso y destruyó media manzana a sólo cien metros de ella. Pero igual ya no le importaba. Había perdido todo. Sólo le quedaba el recuerdo de sus hijos impregnados en su vestido. Lo único que justificaba su vida era el no dejarla en manos de la tiranía. Corría contra los zumbidos del aire mientras besaba entre sollozos la carne. En la entrada a la ciudad el soldado lamía la cara de la joven atada mientras otro le apoyaba en su bajo vientre la ametralladora con tanta fuerza que no podía atinar a moverse. Ya no quedaba buen destino para ella. Pensaba cómo hacer para tratar de no darse cuenta de lo que le ocurriría. Nada más. Y apretó fuerte la sortija para que no se escapara, y la calabaza quedó zigzagueando solitaria. Reían los niños, reían todos alrededor. Corría la madre en círculo llevando el cochecito de su hermano. El caballo subía y bajaba esperando la segunda vuelta ganada. Porque era tan feliz brillaba el sol y los colores, y sus dientes en los de todos allí. Arrancaban una y otra vez convertidos en coches, mariposas, aviones. Testimonio materno testigo de la dicha giratoria. Y giraba su cabeza y no paraba, y vomitaba con sudor y polvo. Se arrastraban dejando huella, cavando sus propias fosas comunes. Polvo, arena y gritos. Horrores causados por simples descendientes del poder que arremete sobre todo lo que entorpezca sus movimientos de fichas. Casilleros de la osadía satírica del metal divino.
Dos lugares hay en un mismo mundo, en un mismo lugar. No se a cuál pertenezco. Quizá a un tercero. O al mismo. Qué fácil es ser uno y no otro. Qué fácil nos acostumbramos a todo, a ser distintos siendo los mismos.
Estoy confundido.

Juego de niños



Explicar los colores, los espacios, los sonidos. Descubrir el misticismo de lo que nos rodea. Hacer de las cosas más cosas, y dejarse llevar por la mentirosa verdad. Aquella verdad que nos hace feliz, aquella mentira que nos hace vivir mejor.
Descubro que hay cerros y cielo. Un Dios caprichoso que acaba de pasar su adolescencia deshaciéndose de aquellas pertenencias que lo hicieron niño y que hoy lo conducen a su aburrida adultez. Revoleando por la vía láctea los trozos de plastilina ya disecados con los que jugaba y estampándolos contra la tierra, y de duros que están, quebrándose sobre la misma. De siete y mil colores. Y la cima riéndose y recortando torpemente el cielo, discontinuado y desprolijo.
Complicidad de las alturas. Un juego de escondidas entre nubes, cerros, estrellas. Tímidamente las nubes se abren paso para posar sobre la piedra pidiendo permiso. Las estrellas se suman de a una hasta materializarse en miles de guiños. El cerro escalona el camino y rebota. Se pierde en la lumínica oscuridad. Me encandilo de belleza. El señor caprichoso revoleando inservibles canicas en este gran pozo en el que el vértigo me arroja. Algunas se desparraman en simples lugares, otras caen para ser profanados sus colores por las montañas. Seguir despierto en la noche Tilcarense a sabiendas de que el mundo es un hermoso juego del que me siento protagonista.
A veces creo que este es un universo de ensayo, armado de retazos y elementos desechables para la vida de los dioses. Esa imperfección que hace a la belleza. Esa idea de una idea, la que más nos guste.