El can ladra desaforado testigo de los hechos. El parque es
silenciado por lo motores que pasan por la avenida. Todos parecen estar
contentos. La vieja corre atrás del niño, lo idolatra con su sonrisa llena de
él. La pelota con la que juega gira acompañada por el tiempo y el sonido de los
pájaros que relatan la pintoresca imagen renacentista. El pincel persigue el
brillo de los bronceados cuerpos. Los colores empapan la acción, satura y perece
el claroscuro. El metal gira insertándose en su cabecita, taladrándola. El
ruido de las balas detiene el tiempo. La corrida de la madre se hace
interminable. Finalmente lo alcanza, recoge el cuerpo desvanecido y sus restos
encefálicos. La mujer lo abraza fuertemente intentando reconstruirlo, de pagar
los pedazos. La tela es raspada de rojizos pincelazos, acaramelados colores
pestilentes. Corre desesperado tras el carrito del señor, gritándole a su
abuela que le compre. Finalmente su rostro termina pegoteado en nubes de
azúcar. Julieta lo mira sonriente mientras enciende un cigarrillo con Marcos.
Se miran a los ojos, los cuatro ojos se miran unos a otros y sus reflejos en
ellos miran también. Se miran los labios y vuelven los ojos. Los labios callan,
las miradas dialogan. Los labios de Julieta saborean la última pitada. Con
aroma a tabaco, se acerca a la comisura de Marcos y con un suave lamido quita
el resto del helado de frambuesa mientras la pelota de goma les roza sus
cabellos luego de que Juancito metiera el penal en el imaginario ángulo
superior derecho del arquero, quién se había tirado al árbol izquierdo. Pasó el
misil por encima de su cabeza como pidiéndole permiso y destruyó media manzana
a sólo cien metros de ella. Pero igual ya no le importaba. Había perdido todo.
Sólo le quedaba el recuerdo de sus hijos impregnados en su vestido. Lo único
que justificaba su vida era el no dejarla en manos de la tiranía. Corría contra
los zumbidos del aire mientras besaba entre sollozos la carne. En la entrada a
la ciudad el soldado lamía la cara de la joven atada mientras otro le apoyaba
en su bajo vientre la ametralladora con tanta fuerza que no podía atinar a
moverse. Ya no quedaba buen destino para ella. Pensaba cómo hacer para tratar
de no darse cuenta de lo que le ocurriría. Nada más. Y apretó fuerte la sortija
para que no se escapara, y la calabaza quedó zigzagueando solitaria. Reían los
niños, reían todos alrededor. Corría la madre en círculo llevando el cochecito
de su hermano. El caballo subía y bajaba esperando la segunda vuelta ganada.
Porque era tan feliz brillaba el sol y los colores, y sus dientes en los de
todos allí. Arrancaban una y otra vez convertidos en coches, mariposas,
aviones. Testimonio materno testigo de la dicha giratoria. Y giraba su cabeza y
no paraba, y vomitaba con sudor y polvo. Se arrastraban dejando huella, cavando
sus propias fosas comunes. Polvo, arena y gritos. Horrores causados por simples
descendientes del poder que arremete sobre todo lo que entorpezca sus
movimientos de fichas. Casilleros de la osadía satírica del metal divino.
Dos lugares hay en un mismo mundo, en un mismo lugar. No se
a cuál pertenezco. Quizá a un tercero. O al mismo. Qué fácil es ser uno y no
otro. Qué fácil nos acostumbramos a todo, a ser distintos siendo los mismos.
Estoy confundido.