martes, 22 de julio de 2014

Cinta



Estoy repitiendo mi entrada en calor de cada día, encima de una cinta de caucho, supongo, que se desliza gracias a dos rodillos parecidos a los de las prensas de grabado que solía manipular en la escuela de arte. Mientras corro, escucho música, para ponerle algo de interés cultural a algo tan monótono y aburrido como correr, y sobre todo, fijo en un mismo punto sin tener siquiera un panorama del cual nutrir la distracción. Pero aún así, no logro del todo abatir el aburrimiento y por momentos tengo ganas de que algo ocurra, de que esa máquina que me lleva al mismo punto inamovible en el espacio de repente empieza a volar y me de un paseo por encima del mar, o que las señoritas que se ven jugando al tenis en la pantalla de TV que está enfrente de mi salgan de allí mágicamente para entablar una conversación conmigo sobre qué tan ridículos somos todos allí entrenando como hamsters de laboratorio mientras ellas desplazan sus bellos y fornidos cuerpos en una actividad llena de adrenalina, fuera y dentro de la cancha. Pues no, nada de eso ocurre, y allí me encuentro corriendo hacia la muerte.  La música no me es suficiente. A veces intento con grabar conversaciones de personajes o entrevistas interesantes, pero se me hace dificultoso seguirlas.  Son reemplazadas por nuevos pensamientos. Pero esos pensamientos quedan allí flotando en mi mente y terminara confundiéndose con la actividad que estoy desarrollando, y se mezclan con otros pensamientos, difusos, que no llegan a ningún destino. Es como contar ovejas para poder dormir. Entonces me imagino qué ocurriría si simplemente me detuviera en esa cinta, me parara y dejara que ella me lleve, en vez de huir todo el tiempo. ¿Qué hay por debajo de la cinta? ¿Qué mundo más interesante que éste, el de alimentar la sordidez de mis músculos quietos a causa del devenir de la ciudad entorpecida de tareas que poco tienen que ver con nuestros cuerpos? Quizás encuentre ese mundo en que Alicia cayó, con seres animalescos que entablen conversaciones tan interesantes que me  olvide por completo de que tengo un cuerpo entumecido de no mover, y que mi mente vuele drogada de anécdotas de colores llenas de alucinaciones. Pues es que entonces decidí frenar, harto del aburrimiento de verme sano. Apreté el botón de la velocidad para aumentarla tanto como nunca antes había corrido. Mis piernas parecían que no lo iban a aguantar más, hasta que di un salto con ambas y pisé fuerte como para clavarme a la cinta. Así fue que el mundo se desplazó hacia delante, y yo me desvanecí consciente, hacia mi nuca, y todo se apagó por un instante. Pero a ese frágil instante devino la luz, los colores, el mundo real, el que nunca había conocido. Me metí en la absurda máquina y me transporté a la vida real, la que es más real que esta que me toca vivir. Conocí a los conejos que hablan, a los grandes filósofos que nunca mueren y las señoritas de pelos verdes, finos e interminables labios de luz naranjas.  Mi mente se llenó de gozo, ya no tenía músculos a los que incentivar. En ese mundo no son necesarios, porque para ir de un sitio al otro flotas. El único lugar temible es ese misterioso agujero negro del que todos hablan, del que provengo. Si te acercas mucho, puedes ser devorado por él, y eso equivale a una vida destinada a morir. Nadie quiere eso aquí, nadie puede aceptarlo.
En algún momento las ovejas de mi sub-real mundo se acabarán, o cansarán de saltar, quién sabe. Lo cierto es que siempre puedo reemplazar las ovejas por patos, o ranas, que saben saltar mejor y más alto. Mientras tanto, sigo corriendo en esta cinta aburrida, a la espera de que todo esto sea cierto.