Estoy repitiendo mi entrada en calor de cada día, encima de
una cinta de caucho, supongo, que se desliza gracias a dos rodillos parecidos a
los de las prensas de grabado que solía manipular en la escuela de arte.
Mientras corro, escucho música, para ponerle algo de interés cultural a algo
tan monótono y aburrido como correr, y sobre todo, fijo en un mismo punto sin
tener siquiera un panorama del cual nutrir la distracción. Pero aún así, no
logro del todo abatir el aburrimiento y por momentos tengo ganas de que algo
ocurra, de que esa máquina que me lleva al mismo punto inamovible en el espacio
de repente empieza a volar y me de un paseo por encima del mar, o que las
señoritas que se ven jugando al tenis en la pantalla de TV que está enfrente de
mi salgan de allí mágicamente para entablar una conversación conmigo sobre qué tan
ridículos somos todos allí entrenando como hamsters de laboratorio mientras
ellas desplazan sus bellos y fornidos cuerpos en una actividad llena de
adrenalina, fuera y dentro de la cancha. Pues no, nada de eso ocurre, y allí me
encuentro corriendo hacia la muerte. La
música no me es suficiente. A veces intento con grabar conversaciones de
personajes o entrevistas interesantes, pero se me hace dificultoso seguirlas. Son reemplazadas por nuevos pensamientos.
Pero esos pensamientos quedan allí flotando en mi mente y terminara
confundiéndose con la actividad que estoy desarrollando, y se mezclan con otros
pensamientos, difusos, que no llegan a ningún destino. Es como contar ovejas
para poder dormir. Entonces me imagino qué ocurriría si simplemente me
detuviera en esa cinta, me parara y dejara que ella me lleve, en vez de huir
todo el tiempo. ¿Qué hay por debajo de la cinta? ¿Qué mundo más interesante que
éste, el de alimentar la sordidez de mis músculos quietos a causa del devenir
de la ciudad entorpecida de tareas que poco tienen que ver con nuestros
cuerpos? Quizás encuentre ese mundo en que Alicia cayó, con seres animalescos
que entablen conversaciones tan interesantes que me olvide por completo de que tengo un cuerpo
entumecido de no mover, y que mi mente vuele drogada de anécdotas de colores
llenas de alucinaciones. Pues es que entonces decidí frenar, harto del
aburrimiento de verme sano. Apreté el botón de la velocidad para aumentarla tanto
como nunca antes había corrido. Mis piernas parecían que no lo iban a aguantar
más, hasta que di un salto con ambas y pisé fuerte como para clavarme a la
cinta. Así fue que el mundo se desplazó hacia delante, y yo me desvanecí
consciente, hacia mi nuca, y todo se apagó por un instante. Pero a ese frágil
instante devino la luz, los colores, el mundo real, el que nunca había
conocido. Me metí en la absurda máquina y me transporté a la vida real, la que
es más real que esta que me toca vivir. Conocí a los conejos que hablan, a los
grandes filósofos que nunca mueren y las señoritas de pelos verdes, finos e
interminables labios de luz naranjas. Mi
mente se llenó de gozo, ya no tenía músculos a los que incentivar. En ese mundo
no son necesarios, porque para ir de un sitio al otro flotas. El único lugar
temible es ese misterioso agujero negro del que todos hablan, del que provengo.
Si te acercas mucho, puedes ser devorado por él, y eso equivale a una vida
destinada a morir. Nadie quiere eso aquí, nadie puede aceptarlo.
En algún momento las ovejas de mi sub-real mundo se
acabarán, o cansarán de saltar, quién sabe. Lo cierto es que siempre puedo
reemplazar las ovejas por patos, o ranas, que saben saltar mejor y más alto.
Mientras tanto, sigo corriendo en esta cinta aburrida, a la espera de que todo
esto sea cierto.